Hacer de la nostalgia un lugar mejor

Recuerdas demasiado,

me dijo mi madre recientemente.

¿Por qué aferrarse a todo eso?

Y le respondí,

¿Dónde lo puedo dejar?

Anne Carson


Cada vez que encuentro consuelo en la nostalgia no puedo evitar pensar que estoy en un lugar mejor. Y de hecho lo estoy. No lo digo yo, lo dicen esos tickets que salen de mis bolsillos y de mis libros y me recuerdan que un día vi Lost in Translation y fotografié la pantalla cuando Charlotte solloza al teléfono después de decir «I’ll call you later, ok?». Esas memorias, que también me hacen pensar en mi cine favorito y en sus rincones que han protegido mi llanto, mi risa y mi taquicardia, son el combustible que me permite abrazar una vida para la cual he procurado preservar los momentos más especiales.  

Aunque me gustaría citar investigaciones para sustentar esto, la verdad es que todos tenemos un motivo diferente para coleccionar tickets, diarios o fragmentos de lo que alguna vez consideramos significativo. En ocasiones, cuando el tiempo transcurre como una imagen desenfocada que solo reproduce luces y sombras, esos momentos anclados en “dichas perdidas” me sirven para recordar que jamás me he conformado con el status quo de las cosas, y que esa misma ambición —para bien o para mal— me sigue llevando a lugares en los que agradezco estar. 

Usualmente esos lugares parecen estar condicionados por un efecto mágico que no puedo ni quiero controlar, como cuando a la salida de Before Sunset una mujer melancólica pero con ganas de morder el pastel me contó que alguna vez lo había dado todo hasta sentirse vacía. Aunque al principio quedé de piedra, en ese momento entendí que sus ojos eran también los míos, porque ambos habían llorado alguna vez por la misma razón. Al contarle lo que pasó en Before Sunrise una semana antes, fue ella la que no pudo dar crédito a lo que estaba escuchando, y así es como de pronto recordar nuestras ausencias se convirtió en un mecanismo para comprender que nunca estuvimos solos. 

En otros lugares, con menos magia y más realidad, he tenido la libertad de sentarme a releer mis diarios con la confianza de saber que nunca mentí en ellos. Toda esa colección de pensamientos y situaciones no solo cuenta una parte de mi historia, sino que también recoge en sí misma los pasos a seguir para reconstruir lo roto solo con los pedazos necesarios. Así como la nostalgia no siempre es tristeza y melancolía, el pasado no tiene por qué ser sinónimo de atraso, pues también puede convertirse en una oportunidad para filtrar lo que fuimos de lo que ahora queremos ser. 

¿Qué hacer con esa pasión desbordada pero a la vez inaudible y efímera? ¿En qué repisa reubicar las certezas de aprender algo nuevo cada día? ¿A quién donar esa necesidad heredada de consumir hasta consumirme? Me atrevo a decir que ese filtro pasa también por elegir bien las cosas que queremos preservar en el tiempo, como si solo quisiéramos ser guiados por el discernimiento, sin que la sombra de un recuerdo enmarcado en nuestro instinto ilusorio nos haga creer que siempre fuimos felices. Al final, por algún motivo es que uno puede decir que está en un lugar mejor. 


Si te digo que fui feliz, no es cierto.

No creas lo que yo creo cuando me engaño.

El recuerdo embellece lo que toca:

te quita la jaqueca que tuviste,

el sopor de la siesta lo transfigura en éxtasis

y, en cuanto a ese zapato que apretaba

tanto que te impidió bailar el primer baile,

no hubo zapato. Mira: estás descalza, danzas

eternamente ingrávida en el círculo

cerrado de un abrazo.

Danzas sin esa doble barbilla de tu gula,

sin esa arruga artera

que está acechando alrededor de tu ojo.

Rosario Castellanos

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Samuel Alejandro Rojo
Comunicación Social. Movies, books, music, knowing what you did and screaming the truth. A veces escribo.

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