Mi cuerpo siempre me gritó que quería ser escuchado. Desde chico, en la ducha, cuando no podía dejar los brazos abajo y necesitaba sentir el agua correr desde mis manos hasta mis pies. El agua caliente nunca estaba lo suficientemente caliente, y yo jamás tenía los permisos requeridos para bailar el tan liberador pop latino de Paulina que triunfaba en la radio. «Qué es esa partidera, Samuel Alejandro», decía el jurado. Y yo paraba. Y mi cuerpo se callaba.
A pesar del veredicto, mi forma de ser siempre fue mi forma de ser. No había nada que yo pudiera hacer para que mi cuerpo dejara de expresarse. Incluso, cuando apenas podía leer textos enteros sin equivocarme, los adultos ya eran expertos en identificar lo que mi cuerpo decía.
—¿Por qué agarrabas a Christian del brazo? —me rugía de repente una maestra, mientras repartía gorras y envolvía las cabezas masculinas en azul y las femeninas en rosa.
—Estábamos jugando. Me tropecé y lo agarré.
—¿Te imaginas que yo me pusiera un pene de plástico y comenzara a caminar por ahí como un macho? ¿Cómo se vería eso? Tráeme tu cuaderno.
Yo ya sabía que mi papá tendría que faltar de nuevo a su trabajo para asistir a otra reunión sobre mi mal comportamiento: estar siempre con las niñas, imitarlas y agarrar a un niño por el brazo. A estas alturas, todavía no entendía qué era eso tan reprochable que me atribuían, así que solo me acostumbré a que todo estuviese mal conmigo.
Una noche, la televisión nacional presentó con orgullo uno de aquellos programas de «humor» que casi no entendía. La escena estelar la protagonizaba un hombre joven con peluca, quien con algo de maquillaje intentaba simular una expresión femenina. El set de grabación se desternillaba entero de la risa, mientras yo recordaba lo que se sentía bajar de golpe por una montaña rusa. En el sofá, frente al televisor, la sensación era tan real que solo pensé en sujetarme de mi papá. Fue entonces cuando hizo clic para cambiar el canal.
Yo también había hecho clic.
Gabriela y Camila, mis mejores amigas de la infancia, continuaban frecuentándome en el colegio a pesar de todo. A ellas las entendía, en cambio, a los varones no. ¿Por qué al resto de ellos si se les permitía ser como quisieran ser? Me obsesionaba tanto descubrirlo que comencé a observar atentamente cómo debía comportarme para ganarme la aceptación del grupo. De inmediato quise sustituir el nombre de todos por «mano», «marico» y «guon» (un derivado del «weon» que ni siquiera entendía). También debía ser travieso, molestar a las niñas solo porque sí e imitar las posturas de «tipo serio». Era eso o condenarme.
Aunque al principio metía la coba, no podía evitar verme sobreactuado y seguir siendo el chiste de turno. Cuando no era mi forma de caminar, era mi peso, mi barriga de Sustagen o los pantalones apretados a punto de estallar. «Coño, por qué tengo que ser así», pensaba, «por qué no puedo ser como Adrián o Carlos, que les queda bien el uniforme, son buenos en educación física y si se meten el dedo en la nariz mutuamente nadie les diría nada». Además, ellos tampoco tenían que aguantar las ganas de orinar hasta llegar a su casa. Para mí, el simple hecho de elegir el baño correcto significaba enfrentarme a la hostilidad y el acoso.
—¿Quieres ver? Tócalo —me gritaban sintiéndose superiores al usar el urinario.
Al soplar las velas de mi décimo primer cumpleaños solo pedía ser feliz. Igual lo era, a mi manera y en mis espacios seguros, a pesar de que para entonces ya me había llegado mi etiqueta por el correo de acoso verbal: mariquito. Afortunadamente, la televisión me había dado pistas antes sobre su significado, por lo que tenía que cuidar absolutamente todo lo que decía para no ser víctima de un bochornoso «aaaaaaaaayyyyyyyyyyy» colectivo.
Fuera del colegio todo comenzaba a ser más o menos igual. Durante el día me cuidaba en su casa una señora alta y alegre, cuya confianza me gané preguntándole para qué servía cada cosa que tenía en la cocina. Con el tiempo supe que también cuidaba a otros de mi edad, aunque solo era esporádicamente y por eso yo no sabía quiénes eran.
El día que conocí a Edinson, otro de los niños, intenté no pensar en el miedo o la desconfianza que me producía por el hecho de ser varón. Él tenía 2 años más que yo, y su estancia en aquella casa comenzaba a coincidir a diario conmigo. Entre tantas cosas, lo recuerdo por sus puñetazos fortuitos y la insistencia con la que me decía que ya yo estaba en edad para ver porno.
—Búscalo esta noche. Cuando regreses te voy a preguntar qué viste, y si no sabes, te mato.
Aunque no sabía bien qué tenía que buscar, si me imaginaba que el porno tenía que ver con algo prohibido. Mi papá alguna vez dijo que una imagen le resultaba pornográfica, mientras criticaba a la modelo que posaba en la última página del periódico. Esa misma semana, un Pastor Oviedo veinteañero y sin camisa llenaba la portada de una revista; él no lo criticó, y yo tampoco pude hacerlo.
Mi capacidad de búsqueda seguía limitada. La televisión pasaba ocasionalmente algunas imágenes de mujeres en la playa, pero sabía que eso no era suficiente. ¿Pastor Oviedo también estará en la playa?, pensaba en voz baja. Y de inmediato los recuerdos de mis días más hostiles me hacían enmudecer.
Con el paso de las horas me resigné al hecho de enfrentarme a Edinson con un rotundo «no sé». Mi última opción fue preguntarle a Gabriela en el colegio, a ver si por casualidad ella sabía qué era el porno, y para mi asombro me dijo que sí, que una vez había encontrado unas revistas de su papá y que al parecer el porno eran mujeres desnudas modelando para fotografías.
También me dijo que su papá las escondía. Si las escondía, eran prohibidas, y si eran prohibidas, sin duda tenía que ser lo que buscaba.
Esa tarde, Edinson me confesó con la mirada que se sabía superior. Aunque no podía tocarme frente a nuestra cuidadora, sabía que al menos podía bromear sobre qué tan «niñita» había decidido verme ese día. ¿A quién podía alertar sobre el peligro que me acechaba? Minutos después, la respuesta cabeceaba sobre un sillón gastado. Quien debía cuidarnos roncaba profundamente.
Es obvio que esto me pasaría, pensé.
Cuando ya estaba decidido a evadir cualquier situación fingiendo que yo también dormía, Edinson me llamó desde la sala.
—Ven acá —dijo mientras me hacía señas con la mano—. ¿Viste lo que te dije?
—Sí. Eran mujeres desnudas —dije con la voz entrecortada—. Posaban y caminaban.
Su mirada de desprecio era un cincel que me definía. Después crecería, leería a Sartre y entendería su posición sobre «la mirada del otro» y el infierno en el que podemos convertirnos para los demás, pero para eso todavía faltaban años.
—Maldito marico, eso a ti no te gusta —me susurraba un Edinson rabioso mientras me golpeaba en el pecho.
Yo solo lo veía. Inútil. En silencio y sin poder decir nada.
—Arrodíllate —me dijo finalmente.
—¿Qué pasa? ¿Qué vas a hacer?
—Arrodíllate y abre la boca.
Lo que estaba mal fue un texto producido y editado en el taller Hacer Literatura con Hechos Reales, dictado por Lizandro Samuel en los espacios virtuales de Circulo Amarillo Producciones.
Deja una respuesta